El hombre invisible camina suavecito, como sin pisar, por la pasarela de la playa. Se está acostumbrando bastante bien a su condición inexistente. Ya se ve muy capaz de andar desnudo, de espiar con gusto a sus amantes, de eyacular en silencio sobre sus cortinas, de colarse en los teatros y leer el periódico en el metro por encima de mi hombro. Se ha acostumbrado a casi todo, menos al hecho, ya ves tú, de caminar descalzo.